(*) Por Waldemar Iglesias
Un autor desconocido escribió lo que sigue:
Quisiera hoy detenerme
Para hacer un homenaje
A ese ser tan importante
Que modifica la vida
De quien lo encuentra y transita
Con dolor, con alegría
A través de su faena.
Es el principio de un poema titulado "Maestro", una suerte de tributo a todos aquellos que de algún modo recorrieron --incluso sin pretenderlo-- tal camino.
Fui al colegio San Román, en Belgrano, desde Jardín de Infantes hasta quinto año. Tuve docentes a los que quise, a los que valoré y a los que aún recuerdo. Muchos de ellos fueron entrañables formadores en el marco de las aulas.
Después empecé la carrera de Derecho en la UBA, me recibí de Periodista Deportivo, estudié Publicidad en la UADE y ahora estoy cursando Sociología en la UNQ. En todos y en cada uno de esos lugares me encontré con profesores capaces y de los otros; con algunos cuyas clases eran una invitación al asombro; con otros que se permitían romper la asimetría de la relación con el alumno en nombre de una mejor llegada... Disfruté a muchos y padecí a unos pocos.
Pero en ese recorrido que ya lleva tres décadas conocí otros maestros, a partir del ingreso al día a día de la profesión. Me crucé con tipos que no necesitaron pizarrón para enseñar. De ellos aprendí lo mejor: un puñado de leyes no escritas; algunos secretos respecto de cómo advertir ventajeros; la certeza de que siempre lo primero es la idea; la capacidad para soportar derrotas; la confianza en que después de un vendaval siempre asoma una oportunidad; el valor de la reunión con amigos como medio para crecer, para conocer; la militancia por cierta bohemia en retirada...
El Flaco Aisenberg fue el primer crack. Un gesto ampuloso y su divina verborragia transformaban un error en una lección. Todo con un sentido del humor eficaz e invariablemente con el término justo. Cuentan quienes comparten cada día con él que aquellas escenas no perdieron actualidad.
Casi en simultáneo, conocí a Pedrito, el papá de Nacho Uzquiza. Créanme: cada regreso compartido en auto hasta Callao y Arenales, donde me despedía, era una clase de la vida. Y una resurrección de un Buenos Aires con otros códigos, con personajes menos acartonados y menos individualistas.
El Negro Cardozo, amigo de Pedro, resultó siempre un remanso en ese vértigo habitual de los editores. Cada café con él era (y es) un mundo que se revela: aquel Rosario de vivillos queribles, aquel fútbol sin nomenclaturas catastrales (nada de 3-3-1-3 o 4-3-1-2 o 3-5-1-1 como solemos referir ahora), aquella vida en la que había lugar para lo lúdico y para los ritos del barrio.
Más tarde, ya en 2001, llegó Oscar Barnade, aquel Angel del Puerto que leía en la Sólo Fútbol. Redescubrí, gracias a él y con él, un montón de historias encantadoras. Encontré todos los elementos para demostrar que el fútbol no empezó con el Profesionalismo en 1931, ni con la Libertadores en 1960, ni mucho menos con TyC en los 90. Pero sobre todo, Oscar significó un espejo para celebrar un aspecto imprescindible de cualquier tarea: la pasión.
Más cerca en el tiempo, y también por los vaivenes de la profesión, apareció delante mío el inmenso Beto Angeletti: un catedrático de la sencillez. Escucharlo es estar en etapa de formación permanente. Un hombre capaz de contar en cinco minutos y sin vueltas lo que a algunos les viene costando varias temporadas de palabras huecas y aburridas.
Ellos, sin querer, me invitaron a mejorar, a conocer, a hurgar, a mirar, a pensar, a ofrecer. Ellos, también sin querer, resultaron y resultan mis maestros sin pizarrón. Por eso, ahora, Flaco, Pedrito, Negro, Oscar, Beto: brindo mis disculpas por no ser lo bueno que ustedes merecen. Por no entregar razones para su orgullo. Sepan perdonar.
(*) El autor es periodista.
Waldemar Iglesias
Es redactor de la sección deportes del diario Clarín desde 1996, participó de cuatro de los libros publicados por la sección y cubrió diversas competencias internacionales. Ganó el premio Estímulo de TEA/DeporTEA en el rubro Diarios, en 2004. Además, coordina los talleres creativos para escuelas rurales del emprendimiento Los Juglares y escribió junto con uno de esos maestros que él nombra en su columna, Oscar Barnade, el libro Mitos y Creencias del fútbol argentino. Voy a utilizar la palabra de un amigo en común para expresar lo que significa leer a Walde. Andrés Burgo en su blog defelandia.blogspot.com opinó acerca de un texto de nuestro colega que podemos reproducir en este espacio: “Es, como todos los suyos, un artículo bien escrito, interesante para leer y disparador de nostalgias”. Su excelencia como periodista fue el principal motivo para invitarlo a la escritura, pero apoyado por su calidez como persona.
Un autor desconocido escribió lo que sigue:
Quisiera hoy detenerme
Para hacer un homenaje
A ese ser tan importante
Que modifica la vida
De quien lo encuentra y transita
Con dolor, con alegría
A través de su faena.
Es el principio de un poema titulado "Maestro", una suerte de tributo a todos aquellos que de algún modo recorrieron --incluso sin pretenderlo-- tal camino.
Fui al colegio San Román, en Belgrano, desde Jardín de Infantes hasta quinto año. Tuve docentes a los que quise, a los que valoré y a los que aún recuerdo. Muchos de ellos fueron entrañables formadores en el marco de las aulas.
Después empecé la carrera de Derecho en la UBA, me recibí de Periodista Deportivo, estudié Publicidad en la UADE y ahora estoy cursando Sociología en la UNQ. En todos y en cada uno de esos lugares me encontré con profesores capaces y de los otros; con algunos cuyas clases eran una invitación al asombro; con otros que se permitían romper la asimetría de la relación con el alumno en nombre de una mejor llegada... Disfruté a muchos y padecí a unos pocos.
Pero en ese recorrido que ya lleva tres décadas conocí otros maestros, a partir del ingreso al día a día de la profesión. Me crucé con tipos que no necesitaron pizarrón para enseñar. De ellos aprendí lo mejor: un puñado de leyes no escritas; algunos secretos respecto de cómo advertir ventajeros; la certeza de que siempre lo primero es la idea; la capacidad para soportar derrotas; la confianza en que después de un vendaval siempre asoma una oportunidad; el valor de la reunión con amigos como medio para crecer, para conocer; la militancia por cierta bohemia en retirada...
El Flaco Aisenberg fue el primer crack. Un gesto ampuloso y su divina verborragia transformaban un error en una lección. Todo con un sentido del humor eficaz e invariablemente con el término justo. Cuentan quienes comparten cada día con él que aquellas escenas no perdieron actualidad.
Casi en simultáneo, conocí a Pedrito, el papá de Nacho Uzquiza. Créanme: cada regreso compartido en auto hasta Callao y Arenales, donde me despedía, era una clase de la vida. Y una resurrección de un Buenos Aires con otros códigos, con personajes menos acartonados y menos individualistas.
El Negro Cardozo, amigo de Pedro, resultó siempre un remanso en ese vértigo habitual de los editores. Cada café con él era (y es) un mundo que se revela: aquel Rosario de vivillos queribles, aquel fútbol sin nomenclaturas catastrales (nada de 3-3-1-3 o 4-3-1-2 o 3-5-1-1 como solemos referir ahora), aquella vida en la que había lugar para lo lúdico y para los ritos del barrio.
Más tarde, ya en 2001, llegó Oscar Barnade, aquel Angel del Puerto que leía en la Sólo Fútbol. Redescubrí, gracias a él y con él, un montón de historias encantadoras. Encontré todos los elementos para demostrar que el fútbol no empezó con el Profesionalismo en 1931, ni con la Libertadores en 1960, ni mucho menos con TyC en los 90. Pero sobre todo, Oscar significó un espejo para celebrar un aspecto imprescindible de cualquier tarea: la pasión.
Más cerca en el tiempo, y también por los vaivenes de la profesión, apareció delante mío el inmenso Beto Angeletti: un catedrático de la sencillez. Escucharlo es estar en etapa de formación permanente. Un hombre capaz de contar en cinco minutos y sin vueltas lo que a algunos les viene costando varias temporadas de palabras huecas y aburridas.
Ellos, sin querer, me invitaron a mejorar, a conocer, a hurgar, a mirar, a pensar, a ofrecer. Ellos, también sin querer, resultaron y resultan mis maestros sin pizarrón. Por eso, ahora, Flaco, Pedrito, Negro, Oscar, Beto: brindo mis disculpas por no ser lo bueno que ustedes merecen. Por no entregar razones para su orgullo. Sepan perdonar.
(*) El autor es periodista.
Waldemar Iglesias
Es redactor de la sección deportes del diario Clarín desde 1996, participó de cuatro de los libros publicados por la sección y cubrió diversas competencias internacionales. Ganó el premio Estímulo de TEA/DeporTEA en el rubro Diarios, en 2004. Además, coordina los talleres creativos para escuelas rurales del emprendimiento Los Juglares y escribió junto con uno de esos maestros que él nombra en su columna, Oscar Barnade, el libro Mitos y Creencias del fútbol argentino. Voy a utilizar la palabra de un amigo en común para expresar lo que significa leer a Walde. Andrés Burgo en su blog defelandia.blogspot.com opinó acerca de un texto de nuestro colega que podemos reproducir en este espacio: “Es, como todos los suyos, un artículo bien escrito, interesante para leer y disparador de nostalgias”. Su excelencia como periodista fue el principal motivo para invitarlo a la escritura, pero apoyado por su calidez como persona.