Angela Lerena - Los hijos de Dios

martes, 20 de octubre de 2009


El periodista se identificó como corresponsal de un medio peruano y dijo:
-Es muy difícil encontrar unanimidad total. Ni Dios -el otro- lo ha logrado.
Era la introducción a una pregunta que, limpia de referencias místicas y vueltas barrocas, podría resumirse en: qué pensás de Perú, rival que visitaba a Argentina tres días después.

Maradona respondió que cuando ataca es peligroso y que el Chemo del Solar le pone garra. Acostumbrado a que lo llamen Dios, y lo comparen con el otro, no le pareció necesario relativizar la referencia divina del colega. Él respondió como si nada porque Diego responde al nombre de Dios. Diego está habituado a la existencia de la Iglesia Maradoneana, al sobrenombre D10S, a la obsecuencia fanática. Cada tanto recuerda que él no es ejemplo de nada, pero nunca ha negado su condición de divinidad.

Por el contrario, Maradona se ha rodeado de discípulos que, como los del hijo de Dios –el otro- funcionan como escribas para inmortalizar cada paso de su grandeza. Estos discípulos relativizaron la gravedad de los doping positivos que pusieron en riesgo el trabajo de un equipo entero, y hasta escribieron un libro donde explican que, en realidad, la efedrina del Mundial ’94 fue introducida en el cuerpo de Dios –éste- a través de una hostia adulterada.

Los discípulos borraron de la historia las pésimas experiencias como técnico del Señor, y la inconsecuencia para cumplir sus responsabilidades. Los discípulos entronizaron a Maradona hasta llevarlo a dirigir a la Selección. No porque fuera el mejor candidato para el puesto, sino porque Dios –éste- merecía una ofrenda de su pueblo.

Los discípulos tuvieron siempre prioridad para entrevistar a Maradona. Cuando el Diez quería evitar los cuestionamientos que incomodaran su divinidad, los discípulos eran los únicos autorizados a hacerle preguntas. Tuvieron y tienen, además, el derecho a aspirar a la máxima recompensa con la que un escriba puede soñar: ser su amigo, compartir una noche, una cena. Ser nombrado con nombre propio. Existir, a los ojos de Dios -éste-.

El sacrificio exigido a cambio de tanta generosidad celestial es la incondicionalidad. Judas traicionó a Dios –el otro- y se suicidó, abrumado por la culpa. Pedro lo negó tres veces en la misma noche y dedicó el resto de su vida a remediar la afrenta, hasta morir en la cruz como su Señor. Los habitantes de Sodoma y Gomorra ardieron hasta la destrucción junto a sus ciudades, infectadas de perdición. Habían hecho enojar a Dios –el otro-.

-Usted se queja porque no tiene tiempo de trabajar con los jugadores –preguntó otro periodista aquel jueves previo al partido con Perú-. ¿Cuáles son las razones por las cuales la Selección no entrena por la mañana?
Disgustado, y atento al sobrepeso del ofensor, dijo Dios –éste-: “Me parece que vos no hacés nada por la mañana. Ni fútbol, ni ejercicio, ni nada”, tronó el escarmiento.

A Dios no le gusta que lo contradigan, ni lo nieguen, ni lo desobedezcan. Porque Dios espera de nosotros que tengamos fe, que creamos en Él aunque las evidencias lo desmientan. Para eso están sus discípulos, para contar que sí, que es verdad, que Dios es infalible aunque a veces no parezca. Y a quienes tengan la osadía de cuestionar su perfección, les esperará el diluvio universal, que arrasará las tierras, los animales y los hombres. Como Noé y sus compañeros de arca, sólo sobrevivirán los elegidos, aquellos que merezcan la misericordia de Dios. Éste o el otro, lo mismo da.


(*) Angela Lerena es periodista del diario Crítica.