(*) Por Claudio Aisenberg
Si se pagara un plus por pronunciar palabras huecas, en el ambiente del fútbol se formarían colas interminables para acceder al beneficio. Jugadores, técnicos, dirigentes, periodistas, empresarios, apoderados y opinólogos de difusa calaña se anotarían sin dudarlo, merecedores ellos de ser compensados por sus inclasificables aportes. Pocas veces se escuchan frases sensatas de los representantes de esta fauna. Y cuando sucede, zas: el propio emisor, que estuvo bien, sale a decir luego que estuvo mal, aunque sepa que estuvo bien pero se sienta forzado a decir que estuvo mal.
Leandro Gioda, marcador central de Independiente, hizo una declaración a la prensa el jueves último. Una entre cientos, miles de declaraciones que se hacen todos los días porque desde los micrófonos hay que pedirles declaraciones a los futbolistas. ¿Por qué deben declarar? Porque sí. Y Gioda fue sincero: "Yo no pagaría una entrada para insultar". Enseguida remató: "No me afectan los gritos de la gente". Para qué.
Dos días después, Gioda fue sonoramente insultado por gente que pagó una entrada para, entre otras cosas, insultar. Independiente perdió 3 a 1 ante Colón como local, en la cancha de Racing. Y se juzgó como verdad instalada que Gioda había quedado en offside. Hasta su propio entrenador, Miguel Angel Santoro, se lo reprochó: "Creo que él se equivocó al hacer declaraciones contra la gente, porque es un hombre público". Traducción: la gente (los hinchas de Independiente, en este caso) puede gritarle y cantarle lo que se le antoje, acordarse de su madre y de su hermana, exigir que busque trabajo en otro lado, amenazar y defenestrar. Mientras no le tire piedras ni lo agreda físicamente, todo normal. ¿Todo normal? Santoro, al menos, fue equitativo: "La gente también estuvo mal al decirle que se fuera". No se pone en cuestión el ánimo contemporizador de Santoro. Ni siquiera sus buenas intenciones. De última, el propio Gioda terminó reconociendo: "Es muy fuerte que te pidan que te vayas".
A Gioda, está claro, se le vino la caldera encima. Desbordado, concedió que "a lo mejor los insultos fueron merecidos". Uno podría apostar que ni el ex Lanús se lo cree, pero que aprendió una de las tantas funestas lecciones de este fútbol caníbal. También podría apostarse que una declaración como la que armó el revuelo habría pasado inadvertida en los años setenta y ochenta, e incluso en los utilitarios noventa. En el siglo XXI, en cambio, parece no haber nichos para la tolerancia y mucho menos para la discusión constructiva. En lugar de abrir un debate, acaso acotado pero a la vez significativo, sobre los alcances de las atribuciones que tiene un espectador que paga para ver un espectáculo deportivo, se optó por el atajo del conventillo. Seguro, pasa siempre. No por eso hay que resignarse a que siga pasando.
Gioda no pagaría una entrada para insultar. Muchos otros tampoco. Muchos otros sí lo hacen. Insultar es gratis. Y en un estadio, los que insultan son inimputables. Anónimos energúmenos, de todas las edades y capas sociales, se dedican a escupir vituperios. A quienes esto los espante, ni se les cruce por la cabeza sugerirles que bajen un cambio. No osen contradecirlos, a ver si para colmo redoblan los ataques. Gioda puede dar fe.
(*) El autor es periodista.
Claudio Aisenberg
Hace poco, una actitud generada por uno de esos acontecimientos de la vida y fundada sobre la base de mi mal genio, asaltó la relación que tengo con Claudio. Justo Claudio, el Flaco, que sufrió sin merecerlo, en las épocas de su amistad con mi padre, de los iguales arranques pasionales. Parece que el dicho popular que refiere a la manzana y el árbol no era tan descabellado: padre e hijo compartimos esa forma de plantarnos frente a las vicisitudes. Lo cierto es que en el medio de esa reacción inexplicable por parte mía, los dardos volaron en ambas direcciones y, claro, con tanto bombardeo, los recuerdos reaparecen, los sentimientos se ponen a flor de piel. Luego, con tranquilidad pensé: "qué pendejo desubicado, discutiendo en voz alta ante una trayectoria, ante un buen tipo". No dudé en pedirle perdón, lleno de vergüenza. Caballero, el Flaco, lo aceptó con alegría y ahí pensé que era el momento de pedirle esta nota. No sólo como un reconocimiento y el placer de contar con su firma, sino también para tomar prestada la posta y pedir un perdón en nombre de los Uzquiza.
Amigo del foro, te mando un abrazo.
Claudio Aisenberg - Mentiras verdaderas
miércoles, 9 de abril de 2008
Publicado por Nacho Uzquiza en 10:38
Etiquetas: Claudio Aisenberg