El deporte. Hoy en día, todo está lleno de deporte. Los diarios, la televisión, mi vecino, la política. Tal vez es necesario retomar la posta que algunos periodistas ya dejaron, volver la mirada a otros tópicos para dar un poco de aire fresco. No le vendría nada mal a este blog descansar un poco e internarse en esta pequeña recorrida artística que me permití días pasados.
No fue Gilberto Gil con su increíble recital en el Gran Rex presentando “Banda Larga Cordel”, ni la obra “Baraka”, con Leyrado, Grandinetti, Arana y Marrale, dos espectáculos que presencie en las últimas semanas. Esta vez fue “María de Buenos Aires”, la operita que nació en la cabeza de Astor Piazzolla y Horacio Ferrer. Muy a mi pesar, cerró el domingo un nuevo ciclo en el Teatro Nacional Cervantes. Me descubrí, repentinamente, de pie, como todos los que me rodeaban, aplaudiendo y emocionado. La herencia que me dejó mi viejo, muy piazzoliana, pudo más y el escalofrío y la piel de gallina se apoderaron de mí.
Tuve la suerte de estar, de vivirlo. Me regocijé con el bandoneón de Néstor Marconi, con la voz de Julia Zenko y los poemas recitados por Ferrer, ese interminable talento que mezcla lo popular, con el glamour y la palabra refinada, precisa, para cerrar una oración con el ritmo necesario.
Zenko es María, de Buenos Aires. Aquella que, como dice la obra, nació un día en que "Dios estaba borracho" en un arrabal porteño. Y Julia la personifica a la perfección, alternando su voz entre algunos acordes reos y otros elegantes. La gente se estremece, los bailarines la acompañan al ritmo. Se para, cae y muere. Se sienta con las piernas abiertas, como esperando al hombre que la penetre y desde ahí aguarda, canta, sufre. Sobre el final, su personaje se pierde y tras una maravilla más que sale de su garganta, se desvanece y tira un beso al público. Quizá a algún amigo, quizá a todos los presentes. Una caricia más.
Ruego que vuelvan a darla, ruego que algún cráneo de la política la declare de interés mundial, universal. Es de las pocas cosas genuinas que nos quedan y no debemos desaprovecharlas. Es de esos espectáculos que tendrían que darse en los colegios para que los chicos aprendan un poco de Historia en detrimento de las intoxicaciones paganas que atentan contra nuestra cultura.
Desde este insignificante espacio les agradezco a los actores, a los cantantes, a la banda por las dos horas de placer. Pugno porque retornen y continúen por mucho tiempo más, porque la sala se llene de bote a bote, en todas las funciones como la despedida. Gracias Astor y Horacio. La cultura les tendrá guardado siempre un lugar entre los grandes.
No fue Gilberto Gil con su increíble recital en el Gran Rex presentando “Banda Larga Cordel”, ni la obra “Baraka”, con Leyrado, Grandinetti, Arana y Marrale, dos espectáculos que presencie en las últimas semanas. Esta vez fue “María de Buenos Aires”, la operita que nació en la cabeza de Astor Piazzolla y Horacio Ferrer. Muy a mi pesar, cerró el domingo un nuevo ciclo en el Teatro Nacional Cervantes. Me descubrí, repentinamente, de pie, como todos los que me rodeaban, aplaudiendo y emocionado. La herencia que me dejó mi viejo, muy piazzoliana, pudo más y el escalofrío y la piel de gallina se apoderaron de mí.
Tuve la suerte de estar, de vivirlo. Me regocijé con el bandoneón de Néstor Marconi, con la voz de Julia Zenko y los poemas recitados por Ferrer, ese interminable talento que mezcla lo popular, con el glamour y la palabra refinada, precisa, para cerrar una oración con el ritmo necesario.
Zenko es María, de Buenos Aires. Aquella que, como dice la obra, nació un día en que "Dios estaba borracho" en un arrabal porteño. Y Julia la personifica a la perfección, alternando su voz entre algunos acordes reos y otros elegantes. La gente se estremece, los bailarines la acompañan al ritmo. Se para, cae y muere. Se sienta con las piernas abiertas, como esperando al hombre que la penetre y desde ahí aguarda, canta, sufre. Sobre el final, su personaje se pierde y tras una maravilla más que sale de su garganta, se desvanece y tira un beso al público. Quizá a algún amigo, quizá a todos los presentes. Una caricia más.
Ruego que vuelvan a darla, ruego que algún cráneo de la política la declare de interés mundial, universal. Es de las pocas cosas genuinas que nos quedan y no debemos desaprovecharlas. Es de esos espectáculos que tendrían que darse en los colegios para que los chicos aprendan un poco de Historia en detrimento de las intoxicaciones paganas que atentan contra nuestra cultura.
Desde este insignificante espacio les agradezco a los actores, a los cantantes, a la banda por las dos horas de placer. Pugno porque retornen y continúen por mucho tiempo más, porque la sala se llene de bote a bote, en todas las funciones como la despedida. Gracias Astor y Horacio. La cultura les tendrá guardado siempre un lugar entre los grandes.