Están en todos los partidos. Si ellos no van, no hay fútbol profesional en Argentina. Ordenan, indican, cachean. Deben evitar que haya violencia y, demasiadas veces, son responsables directos de generarla. Porque los policías también insultan, pegan, matan. Se llevan de los pelos a un hincha que los desobedeció, u organizan una fila golpeando personas con la fusta del caballo, o cargan los camiones con detenidos para hacer número, sin que medie delito alguno. Desprecian a aquellos a quienes deben proteger. Y no tienen problema en demostrarlo.
Avellaneda, alrededores de la estación. Son cuatro policías de la Bonaerense y, nosotros, unos diez hinchas. Recién salimos de la cancha y vamos a tomar el tren. Hasta que nos detienen.
- Todos contra la pared. Piernas abiertas. Vos no, pendeja, mujeres no. Tomátelas.
La escena me parece surrealista. ¿Detenidos por caminar por la calle? Intento hablar con el que parece el más capanga.
- No estábamos haciendo nada.
- Nadie te preguntó, nena. Andate o te llevo a vos también.
Mis amigos ya están sentados en el piso, esperando el camión celular que los lleve a la comisaría. Yo tengo diecisiete años, estoy a 40 kilómetros de casa, de noche, vestida con los colores del visitante, y no sé volver a casa. Prefiero ir detenida que quedarme ahí.
- No me podés dejar sola. Llevame a mí también.
- ¡Andate! ¿No escuchaste?
- No me voy. Me vas a tener que llevar a mí también.
- Está bien, piba. Llevate uno y andate de una vez.
Elijo un amigo, que se salvará de pasar la noche en una celda, y le resto a la Bonaerense un número en su cuenta. Después, los reportes hablarán de un operativo exitoso con “110 detenidos por averiguación de antecedentes”.
A Fernando Blanco, de 17 años, hincha de Defensores de Belgrano, lo mataron a palos. Estaba bajo custodia de la Federal, que lo entregó inconciente diciendo que se había caído del móvil que lo trasladaba. Carlos Azcurra al menos pudo probar quién le arruinó la vida: las cámaras mostraron a un policía mendocino disparándole en el estómago, a menos de un metro, con una bala de goma. El jugador de San Martín casi se muere, y no pudo volver a jugar. En Rosario, después de un clásico, la televisión sirvió para ver cómo un tal subcomisario Pereyra tiraba contra hombres, mujeres y chicos que estaban en la tribuna, a pura carcajada. Se reía, el muy hijo de puta. Por alguna perversa razón, aquellos a quienes armamos para que nos protejan gozan haciéndonos sufrir.
Rosario, a 200 metros de la cancha de Central. Ya bajamos de los ómnibus que nos trajeron de Buenos Aires y vamos hacia el estadio. De todos lados llueven piedras, pero no nos podemos proteger. La escolta policial es un corralito que nos deja ahí, como ovejas mansas, soportando las pedradas. El comisario nos habla por megáfono:
- Bánquensela, porteños de mierda, bánquensela. Y al que contesta las piedras, lo cagamos a palos.
Odio. Torturas. Placer por el sufrimiento ajeno. Armas del Estado puestas en manos que responden al Estado y se alzan contra el pueblo. Asesinatos a sangre fría. Cobardía. La policía mendocina, la rosarina, la bonaerense, la Federal, cualquiera da lo mismo: los policías argentinos son tan parecidos a los militares argentinos que sólo alguien ciego por adopción no lo ve. A las “fuerzas del orden” se las instruye –todavía- con la misma ideología que costó 30.000 muertos en la última dictadura, y otros miles de muertos en democracia por casos de gatillo fácil. Es el mismo desprecio por la vida que mató a Sebastián Bordón, a Miguel Bru, a Maxi Kosteki, a Darío Santillán, a Walter Bulacio, a Carlos Fuentealba, a Teresa Rodríguez. El que mata cientos de adolescentes en "enfrentamientos", cuando las pericias indican que se les disparó mientras estaban arrodillados.
Avellaneda, alrededores de la estación. Son cuatro policías de la Bonaerense y, nosotros, unos diez hinchas. Recién salimos de la cancha y vamos a tomar el tren. Hasta que nos detienen.
- Todos contra la pared. Piernas abiertas. Vos no, pendeja, mujeres no. Tomátelas.
La escena me parece surrealista. ¿Detenidos por caminar por la calle? Intento hablar con el que parece el más capanga.
- No estábamos haciendo nada.
- Nadie te preguntó, nena. Andate o te llevo a vos también.
Mis amigos ya están sentados en el piso, esperando el camión celular que los lleve a la comisaría. Yo tengo diecisiete años, estoy a 40 kilómetros de casa, de noche, vestida con los colores del visitante, y no sé volver a casa. Prefiero ir detenida que quedarme ahí.
- No me podés dejar sola. Llevame a mí también.
- ¡Andate! ¿No escuchaste?
- No me voy. Me vas a tener que llevar a mí también.
- Está bien, piba. Llevate uno y andate de una vez.
Elijo un amigo, que se salvará de pasar la noche en una celda, y le resto a la Bonaerense un número en su cuenta. Después, los reportes hablarán de un operativo exitoso con “110 detenidos por averiguación de antecedentes”.
A Fernando Blanco, de 17 años, hincha de Defensores de Belgrano, lo mataron a palos. Estaba bajo custodia de la Federal, que lo entregó inconciente diciendo que se había caído del móvil que lo trasladaba. Carlos Azcurra al menos pudo probar quién le arruinó la vida: las cámaras mostraron a un policía mendocino disparándole en el estómago, a menos de un metro, con una bala de goma. El jugador de San Martín casi se muere, y no pudo volver a jugar. En Rosario, después de un clásico, la televisión sirvió para ver cómo un tal subcomisario Pereyra tiraba contra hombres, mujeres y chicos que estaban en la tribuna, a pura carcajada. Se reía, el muy hijo de puta. Por alguna perversa razón, aquellos a quienes armamos para que nos protejan gozan haciéndonos sufrir.
Rosario, a 200 metros de la cancha de Central. Ya bajamos de los ómnibus que nos trajeron de Buenos Aires y vamos hacia el estadio. De todos lados llueven piedras, pero no nos podemos proteger. La escolta policial es un corralito que nos deja ahí, como ovejas mansas, soportando las pedradas. El comisario nos habla por megáfono:
- Bánquensela, porteños de mierda, bánquensela. Y al que contesta las piedras, lo cagamos a palos.
Odio. Torturas. Placer por el sufrimiento ajeno. Armas del Estado puestas en manos que responden al Estado y se alzan contra el pueblo. Asesinatos a sangre fría. Cobardía. La policía mendocina, la rosarina, la bonaerense, la Federal, cualquiera da lo mismo: los policías argentinos son tan parecidos a los militares argentinos que sólo alguien ciego por adopción no lo ve. A las “fuerzas del orden” se las instruye –todavía- con la misma ideología que costó 30.000 muertos en la última dictadura, y otros miles de muertos en democracia por casos de gatillo fácil. Es el mismo desprecio por la vida que mató a Sebastián Bordón, a Miguel Bru, a Maxi Kosteki, a Darío Santillán, a Walter Bulacio, a Carlos Fuentealba, a Teresa Rodríguez. El que mata cientos de adolescentes en "enfrentamientos", cuando las pericias indican que se les disparó mientras estaban arrodillados.
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Un dato lo dice todo. Ramón L. Falcón fue un comisario con especial encono contra los militantes políticos. El 1° de Mayo de 1909, en un acto de la Federación Obrera Bonaerense, Falcón ordenó una represión salvaje que dejó doce muertos y más de ochenta heridos. Los sindicatos anarquistas y socialistas declararon una huelga general, nuevamente reprimida, con más muertos y heridos como resultado. Ramón Falcón fue un asesino de obreros. Lo mató un anarquista que hizo justicia por mano propia. Mientras un grupo de viejos decrépitos es juzgado con treinta años de demora por atentar contra la humanidad, la Escuela de Cadetes de la Policía Federal Argentina, donde se "educan" los futuros policías, lleva el nombre de Ramón L. Falcón. El subcomisario Pereyra se debe estar cagando de risa.
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(*) La autora es periodista. Trabaja como redactora del diario Crítica.