Alejandro Duchini - Maestros; el maestro.

lunes, 10 de noviembre de 2008


“Mucha lectura, buen archivo”. El consejo me lo dio Luis Garro, una de esas tardes en las que nos encontramos en su casa de Liniers, ubicada en una esquina de un pasaje que si mal no recuerdo se llamaba El Rastreador (si alguien sabe que me equivoco, avise, aunque no sirva de mucho). Corría el 90 y yo sentía que estaba frente a una gloria viviente del periodismo. El tipo había trabajado en varios diarios y revistas y hasta vivido en Perú, desde donde escribió para Clarín un recuadro sobre la llegada del hombre a la luna. Yo, en cambio, recién empezaba en el oficio y con menos de 20 años me sentía fascinado ante tanto conocimiento.

Luis Garro no fue uno de los periodistas más famosos pero sí uno de los mejores. No encontré en los años que llevo en la profesión otros que tuvieran tantas virtudes.

Lo conocí de casualidad, tal como suceden muchas de las grandes cosas de la vida, de esas que nos marcan para siempre, y nos encariñamos mutuamente. Era para mí el abuelo que no tuve y yo era como un nieto más para él. Entonces me recibía en su casa y nos quedábamos tardes enteras idealizando a un periodismo antiguo, de buen gusto y romántico, que se moría para darle lugar a la matanza de cerebros en que se convirtió en la actualidad.

Hablábamos de escribir y de periodistas. Me mostraba textos, me recomendaba algunos secretos y hasta me mostraba un archivo fascinante que tenía guardado en el garaje de su casa. “Todo esto va a ser para vos”, me dijo una vez en la que se anticipó a su muerte. “Todo esto” era, para mí y para cualquiera, un enorme tesoro de papeles que hoy sólo tendrían el olor de la melancolía ante tanta internet y putas madres de las que se sacan datos.

En tanto, Virginia, su esposa, nos traía café con leche y galletitas y yo no podía dejar de sentirme a gusto, como en casa. No sabía entonces que eran mis últimos años en Liniers. Después me enamoraría y me iría a otro barrio y volvería a estas calles sólo para ver a mis amigos, a mi papá y al viejo Luis, que estaba jubilado y le daba al vicio de escribir para un medio peruano. Escribía en su vieja máquina y se iba a un locutorio a mandar por fax la nota del día. El empleado que lo atendía era mi amigo y le habló de mí y Luis le dijo que lo llame, que no había problema; y lo llamé y me invitó a su casa y fui como aquel que va a la casa de su novia por primera vez. Y ojo, no me interesa repetir la palabra “casa”.

Cuando llegué estaba en el zaguán, leyendo. Yo tenía la pelota de fútbol en la cabeza y Luis me la pinchó, me metió a Gabriel García Márquez y me hizo regresar, así, al mundo de la lectura que había abandonado cuando mi adolescencia era incipiente. Leí El amor en los tiempos del cólera y quedé fascinado y empezó a recomendarme libros. Me habló de Chesterton y Borges, me aconsejó qué periodistas leer y me fue enseñando que el misterio, en los textos, siempre es una buena manera de atrapar al lector. Y me repetía: “Mucha lectura; buen archivo”. Empecé a guardar entonces recortes pero no tuve la continuidad que sí tenía él.

Después fui yo mismo, a través de sus primeras indicaciones, conociendo otros escritores y mi fascinación por la literatura regresó enseguida hasta instalarse en mi alma. Por eso, cada vez que agarro un libro me acuerdo de Luis. El olor al papel de los libros tiene para mí el recuerdo de Luis Garro como para otro el cigarrillo recuerda las noches de juergas.

No llegó a ser como mi padre pero lo quise mucho en poco tiempo. Sabía que no es común que se cruce en el camino de uno alguien así. Por eso disfrutaba de esa oportunidad. Se enojó una vez con un tipo que no me quiso pagar un trabajo en radio sólo porque yo era un iniciado. “¿Cómo no te va a pagar ese cabrón?”, me preguntó cuando le dije que la nueva vergüenza era usar a los estudiantes de periodismo para hacer el trabajo sucio a cambio de una experiencia que no es tal. Desde entonces, no volví a trabajar gratis, a pesar de que eso me costó postergar mi ingreso a la profesión.

Una noche de julio, muy fría, por cierto, lo llamé desde la estación de trenes de Chacarita. Era domingo y llovía y tenía ganas de saludarlo. Me atendió su esposa y me pedía que fuera a visitarla. Sólo por insistencia me enteré de que Luis había fallecido unas semanas antes. El mundo se me vino abajo y a los pocos días le dediqué un cuento que se titulaba Almendras amargas en homenaje a Luis y al comienzo de El amor en los tiempos del cólera que tanto le fascinaba.

Eso fue en el 92. Vaya que pasaron los años. No me quedé con su archivo si no con algo que para mí tiene más valor: su recuerdo de tipo íntegro y profesional. Heredé de él la pasión por escribir y leer. El profesionalismo se lo llevó hacia ese lugar desde el que ya no se vuelve. ¡La puta que lo extraño!