Marisa Pontieri - Egoismo colectivo

martes, 30 de septiembre de 2008



Nunca me voy a olvidar de aquel viaje en el 26 en una exacerbada hora pico. El colectivo transitaba por una frenética Corrientes, lleno pero con bastante lugar en el fondo, y el chofer no se detuvo en una parada con tanta mala suerte para él que lo frenó el semáforo a metros de la cola de personas que acababa de ignorar. De entre ellas salió una mujer mayor que comenzó a golpearle la puerta en vano, mientras los que habían subido en la parada anterior, todavía sacando boleto, ni siquiera la miraban. Claro, ellos habían tenido la suerte de ser elegidos por la voluntad del conductor, y ya no les importaba que, de haber esperado en esa esquina, estarían abajo maldiciendo como la señora. En fin, el chofer se hizo el distraído, y hasta ahí todo transitaba por la normalidad. Pero la mujer se salió de libreto: se paró delante del coche. La escena habrá durado unos interminables cinco minutos, lapso en el cual hubo dos amagues de atropello, el acercamiento de un policía que habló mucho y no hizo nada, todo sin que el muy soberbio abriera la puerta. Hasta que al final aflojó con cara de odio. Pero lo más llamativo fue que durante todo ese tiempo, y aún cuando la señora subió, los pasajeros la insultaban y le gritaban "loca". Y yo, joven exponente de esta sociedad, no defendí a la mujer que tuvo las agallas para vencer a una injusticia cotidiana que todos hemos sufrido. Aún no me perdono el haber sentido "vergüenza" de hacerlo.

La actitud frente a la queja del otro es una demostración muy clara del egoísmo argentino. Todo merece un reclamo, siempre y cuando no afecte nuestros intereses. Si un pataleo justo osa rozar un plan personal, no nos sumamos a él. Apoyamos piquetes hasta que tenemos que ir de vacaciones. Paliamos nuestras culpas participando de colectas para los pobres, pero que a ese pobre ni se le ocurra manifestarse en nuestro camino. Lo preferimos lejos, presente en el discurso pero no en la realidad.

Ni hablar de las quejas propias. Los problemas que ocupan páginas centrales en los medios y se tratan en las charlas cotidianas siempre les son achacados a razones ajenas. En el vocabulario popular, vistos como vampiros chupasangre humana, "los políticos" ganan mayoritariamente adeptos a la hora de recalcar culpas. Pero no se trata sólo de ellos. Inmediatamente, si alguien es capturado in fraganti cometiendo alguna mal llamada viveza, se desligará sin dudar de la responsabilidad. "¿Por qué el kilo de papa cuesta el doble que la semana pasada? Y, está más caro en el Central", puede ser la respuesta anecdótica al pasar... Claro, cuando en el mayorista el precio baje, ni nos vamos a enterar. O la más común "¿por qué tirás ese papel en el piso? Porque no hay ningún tacho", sería otro habitual ejemplo. Lo cierto es que en el día a día uno no para de ver a gente perjudicando a otra gente. Y acá no hablamos de políticos, sino de trabajadores contra trabajadores, invirtiendo roles antojadizamente según el día. Como la gran mayoría lo hace, es tan común que ya ni resalta. Nos quejamos de otros hasta que una situación "nos obliga" a caer también a nosotros, y lo hacemos sin resistirnos ni plantearnos nada. Que levante la mano quién no se coló en una larga fila "para ganar tiempo". ¿Qué derecho había sobre los demás que esperaban desde antes? ¿Y si uno nota que recibe un vuelto de más, le avisaría al vendedor? ¿O diría "va una por tantas otras en las que me estafaron", y se alejaría con la conciencia limpia? ¿Si le ofrecen un cargo estatal en el que se puede cobrar sin trabajar, lo aceptaría?


Eso me recuerda a un quejoso tachero que no paraba de hablar mal de los políticos corruptos hasta que le hice esa pregunta. "Y sí, nena, lo agarro, porque si no lo hago yo, lo va a hacer otro", fue la incoherente respuesta. Y es así. Todos nos quejamos. Pero hasta en lo más mínimo, si podemos sacar ventaja, la obtenemos sin importar a quién se le pisa la cabeza. Y no alcanzarían las palabras para enumerar más ejemplos.


Es verdad entonces que tenemos los dirigentes que merecemos. Ellos somos nosotros. La diferencia entre esos personajes podridos y las masas es que ellos tuvieron la oportunidad de entrar en el mundo de la corrupción grande, y nosotros sólo en la pequeña.


Pero mientras no cambiemos en el día a día, mientras sigamos envenenando a las generaciones que vienen con ese ejemplo, por supuesto, todo seguirá igual. En este país, a diferencia de otras naciones, hay división de clases, pero no de principios. Mande quien mande y cualquiera sea el sistema, no se vislumbra optimismo.


¿Cómo llevar a cabo un cambio si quienes deben ejecutarlo estarán signados por la corrupción y el egoísmo? ¿Un dirigente que realmente valga la pena podrá llegar a un lugar importante si la condición es apoyarse en un porcentaje tan alto de argentinos medios? Y si por milagro llegara a lograrlo ¿cómo podría gobernar si nadie estará dispuesto a ceder un privilegio en pos del otro? Me gustaría saber si a alguien se le ocurre una respuesta. Porque a mí no. Mientras tanto, sigamos cagándonos entre nosotros.
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(*) La autora es periodista. Nació el 13 de febrero de 1984 en Buenos Aires. Se recibió de Periodista con Orientación Deportiva en el Círculo de la Prensa y Licenciada en Administración en la Universidad del Museo Social Argentino. Es autora del cuento “La esquina”, publicado en el libro Proyecto Crearte, de Editorial Plus Ultra. Trabajó en radio, sitios de internet y desde hace tres años es redactora de tycsports.com.