Gustavo Yarroch - La próxima víctima espera.

miércoles, 17 de septiembre de 2008


El hincha común, ese que en la mayoría de los casos celebra la entrada a la cancha de la barrabrava de su club, se pregunta por qué resulta tan empinada la lucha contra la violencia en el fútbol.

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Para intentar explicarlo, no está de más hacer un rápido repaso por la metamorfosis de las barras desde sus comienzos hasta la actualidad. La génesis de las barrabravas como fenómeno organizado podría situarse a mediados de los 60, pero su mayor protagonismo comenzó a partir de 1983, con la vuelta de la democracia. Los grupos que por entonces conformaban las hinchadas de un modo mucho más ingenuo que el actual se fueron institucionalizando hasta lograr autonomía y convertirse en factores de poder.

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Ya transformados en auténticas bandas, las dirigencias política y deportiva los utilizaron para fines claramente definidos: como punteros políticos y también como fuerzas de choque capaces de aglutinar gente y hacer ruido, tanto en un acto proselitista como en una cancha de fútbol.

Cuando las muertes en las canchas comenzaron a sucederse, los dirigentes deportivos cayeron en la cuenta de que no estaban en condiciones de enfrentar a los barras. En muchos casos, por un lógico temor a recibir represalias. Y en muchos otros, porque habían pasado a ser socios de ellos. En el caso de la dirigencia política, la falta de un plan serio para combatirlos descubrió su falta de voluntad para modificar el escenario.

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Ya entrados los 90, los barras tenían asumido que ya formaban parte de una porción del negocio del fútbol. Una porción pequeña, pero porción al fin. Reventa de entradas, organización de viajes, trabajos de seguridad en recitales, manejos de los estacionamientos en las canchas eran algunas de sus variopintas fuentes de financiación. Las muertes no se detuvieron y los barras, ese fantasma de mil brazos, comenzaron a sentirse impunes al advertir que nada ni nadie podía -o quería- detenerlos.

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No se necesita hurgar demasiado, entonces, para encontrar una respuesta sobre por qué siguen sembrando el terror. El Estado no tiene una política sistemática al respecto y la dirigencia -tanto la política como la deportiva- no parece contar con voluntad ni saber para combatirlos. Con especialistas en el tema que se cuentan con una mano y escaso compromiso de parte del Estado, el flagelo difícilmente será resuelto.

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A propósito de la escasa voluntad política del Estado: el Gobierno Nacional elaboró un proyecto para combatir la violencia en el fútbol cuando Néstor Kirchner era el presidente del país. Hoy, dos años y cinco meses después, esa ley --que iba a crear el llamado Consejo de Seguridad en los Espectáculos Futbolísticos-- sigue durmiendo en la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado. Cuando el Poder Ejecutivo remitió el proyecto al Senado, esa comisión era presidida por la actual presidenta, Cristina Fernández. Por más que desde el gobierno se llenen la boca para despotricar contra los violentos; por más que el ministro de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos, Aníbal Fernández, insista con que se deben aplicar "las normas" para terminar con la violencia en las canchas, todo suena a palabras vacías. Al menos hasta ahora.

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La próxima víctima puede estar a la vuelta de cada cancha y el gobierno, al igual que los anteriores, quizás siga mirando para el costado. Es cierto que la gran mayoría de los dirigentes de los clubes tampoco muestra voluntad de cambio y sólo cuestionan a los barras pour la galerie. Después de todo, tienen un espejo más grande donde mirarse y, salvo alguna rara avis como Horacio Usandizaga, el presidente de Rosario Central, ninguno quiere poner en juego su vida por más que esté convencido de que los barras son una lacra con la que hay que terminar.

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Lo que genera desencanto, en todo caso, es que no se advierte una firme voluntad de cambio ni de los políticos, ni de los dirigentes deportivos, ni de ninguna otra variable de poder. En este contexto, el final de este fenómeno dañino parece demasiado lejos. Y eso preocupa.

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(*) El autor es periodista. Nació en Pergamino (provincia de Buenos Aires) el 22 de enero de 1973. Estudió periodismo en el instituto San Martín de Rosario y en el instituto Juan Bautista Alberdi de Capital Federal. Trabajó en las revistas Tele Clic, Mística y Nuestra, y fue corresponsal en Buenos Aires del diario La Capital de Rosario desde diciembre de 1992 hasta enero de 2008. Actualmente es editor de Deportes de la agencia de noticias DyN, para la que cubrió el Mundial de Alemania 2006, y colaborador permanente de la sección Deportes del diario Clarín, donde suele ocuparse de los temas relacionados con la violencia en el fútbol. En 2004 publicó el cuento "El triple ñoca" en "Al ritmo de los punteros", un libro de relatos de fútbol de distintos autores editado por Ediciones Al Arco. Y en 2006 publicó "Jueguen por abajo", un libro de cuentos también editado por Al Arco.